Emocionada me hallo. Admito que
me ha costado reprimir esa lágrima más precoz mientras leía las palabras del
magnífico (es tratamiento, no adjetivo) rector de la Universidad de Alicante
sobre el episodio que vivió recientemente la feminista Mar Esquembre en el
Congreso de los Diputados. Preguntado por el hecho, Palomar aseguró: «Es
denigrante y humillante para todos (bla, bla y bla)». Y yo, me sumo a esas
palabras. Me parece denigrante y humillante que la Policía te exija quedarte
casi como tu madre te trajo al mundo para poder entrar al Hemiciclo. Pero también
digo que yo no hubiera pasado por ese trance. ¿Desnudarme para acceder a las
tribunas del Congreso con tal de hacer tiempo para esperar a unos amigos? Mi
dignidad me lo impide, creo. Servidora se hubiera dado media vuelta y hubiera
esperado a los colegas en alguna cafetería cercana, donde a buen seguro habría encontrado
más diputados que en el mismo Congreso. Puedes denunciar -incluso no siendo la primera persona en pasar por tal vejación- sin participar de la «fiesta». No es necesario, no... Otra cosa, claro está, es que el
control policial no se hubiera podido evitar. Si te llevan para adelante en una
manifestación, te metes en un lío accidental o te confunden con un chorizo, ahí
tu poder de decisión queda reducido a cero. Y no es el caso.
Pero a lo que íbamos, que me distraigo
con el vuelo de una mosca. Una, que es débil, se emociona con poco, con las
palabras del rector, por ejemplo. Él, siempre tan dispuesto a participar en los
actos de propaganda de la universidad que dirige, cuenta con alguna reticencia
más a la hora de atender a los alumnos que dan sentido a dicho centro, pese a
que en sus últimos discursos ha intentado vender más humo del habitual,
acercándose –desde el coche oficial, eso sí– a las dificultades que atraviesan
los jóvenes que se forman en su universidad.
Recientemente he publicado una entrevista a una joven alicantina que se ha visto obligada a aparcar los
estudios por el alto coste de la matrícula. Sólo le queda presentar el proyecto
final del máster que ha cursado durante los dos últimos años, pero ese trámite (lectura
y se acabó) asciende a casi 700 euros. No es la única estudiante obligada a
dejar la universidad, así que la entrevista se planteó como un ejemplo de los
muchos testimonios que se podrían publicar. A buen seguro, darían para una
serie de reportajes, en la que se recogerían argumentos de sobra para
avergonzar a algunos personajes siniestros que habitan en el universo político.
Ayer, mientras remoloneaba por
casa, me sonó el móvil. Al otro lado, una mujer me contaba que había leído el
periódico mientras almorzaba y que se ofrecía a ayudar a la alumna, pagándole la matrícula. La protagonista de la llamada, que había conseguido mi número
poniéndose en contacto con la redacción, me hablaba desde su trabajo, en una
pausa. No parecía rica (y ahora sé que no lo es: vida humilde, sueldo muy
modesto y familia amplia), pero desprendía humanidad en cada una de sus
palabras.
En apenas unos minutos, la mujer
había dado respuesta a un problema que a priori no le atañía en lo personal, recurriendo a sus ahorros. Sin
embargo, nada se sabía por entonces (ni se sabe, por ahora) del escrito que la
alumna remitió días atrás al rector Palomar. Ella me contaba que no buscaba una
solución, porque es consciente de que existen muchas personas en una situación
similar a la suya, sino que sólo pretendía explicarle al rector, de tú a tú, los
motivos que llevan a un estudiante a renunciar a la universidad, a su formación, a su proyecto de vida. Es decir,
quería humanizar las cifras de la caída de las matrículas. Pero, hasta la
fecha, ni el rector ni su equipo de trabajo han tenido a bien darle una respuesta.
Sí que lo hizo, y con cierta premura, la decana de la facultad a la que pertenece
el máster. No le contaba mucho (que lo sentía mucho y se solidarizaba con ella,
y que la solución al problema no estaba en sus manos), pero al menos tuvo el
detalle de contestar. Que no es poco.... No como otros.