17 de diciembre de 2009

Con Sabina como excusa


Escasa vergüenza y aún menos tiempo libre han provocado que lleve más de un mes sin pasarme por aquí. Bueno, miento. De vez en cuando, me he dejado caer por si –arte divino de por medio– algún asunto actualizaba este bitácoras… Pero no. Así que, pasado un mes estresante, he sacado unos minutos para echar la vista atrás y reflejar un artículo mágico.

La tarea que me ha ocupado estas últimas semanas verá la luz en escasos días. Y, entonces, será el momento de contar la experiencia en este blog, y con todo lujo de detalles. Además de presentarlo en sociedad. Porque, lo hemos hecho rápido, sin apenas tiempo para entretenernos…, y aún así… ha salido guapetón. Cuanto menos, resultón. Ojalá que se note la dedicación y el cariño que hemos empleado en su concepción. Pero éste no era el asunto que nos ocupaba.

El pasado lunes, entregado el material a domicilio, un avión nos dejó en Madrid. El plan de viaje no daba mucha tregua al aburrimiento. Veamos. Las inclemencias meteorológicas nos dejaron en la capital con una hora de retraso según lo previsto. Metro y hacia Atocha. En el Paseo de las Delicias aguardaba el hotel. Maletas en su sitio, y nosotros en la calle. Tocaba Gran Vía y noche de musical.

El martes amanecía con el cartel de “Día grande”. Señalado en rojo en el calendario. Una exposición, magnífica, sobre la obra de César Lucas nos llevó hasta el Museo de Arte Contemporáneo. El Conde Duque nos ofrecía “El oficio de mirar”, una retrospectiva sobre el trabajo del fotorreportero durante más de cinco décadas. De ahí, a pie hasta la Carrera de San Jerónimo. Era el turno a la visita al Congreso de los Diputados. Y del inesperado saludo con Rajoy. Que nos sirvió para llevarnos una buena impresión: buena estampa y mejores formas. María Rey, Luisa Fernanda Rudi, Soraya Saez de Santamaría, Manuel Pizarro se dejaron ver durante el paseo por las instalaciones. Buena comida en el Paseo del Prado, y de nuevo al Congreso, tocaba sesión con sus señorías. Siendo precisa, con el ramillete de diputados (apenas una decena) que tuvo el detalle de acudir desde el inicio a la jornada parlamentaria. A la votación, cerca de las nueve de la noche, acudieron todos. Conclusión: sólo les importa sacar adelante las iniciativas, la discusión lleva un exceso de trabajo.

Y así, entre intervención e intervención, caras reconocibles como Bono, Llamazares, Rosa Díez, Soledad Becerril y Joan Tardà. A escasos minutos de las nueve de la noche, ya rondábamos por el Palacio de los Deportes de Madrid. En Goya. El maestro Sabina debía afinar la garganta, mientras el resto buscábamos nuestra butaca. Allí, en la sexta fila estaban las nuestras. Centradas, privilegiadas. Llegados a estas alturas, podría aventurarme con una crónica, muy amable que intentase transmitir la majestuosidad de la actuación. Pero me voy a apoyar en la previa de Ruiz Mantilla en El País, fiel reflejo de la posterior realidad.

Decía el pasado 13 de diciembre que “Saldrá con su bombín y la guitarra al hombro. Perilla en dulce, flequillo de jovenzuelo travieso en la frontera de los cincuenta y diez adosado a la frente, unas canillas que todavía le aguantan los bamboleos rockeros de su cuerpo serrano y la voz rota por cantar y cantarse a sí mismo las cuarenta. Joaquín Sabina, ese rey de la gloria que se despeña por los barrancos, ese truhan de la copla y la verdad desnuda, reaparece el martes en Madrid, su casa, su cuadra, su peña y su alquitrán, para presentar Vinagre y rosas, para recordarnos que sigue militando en la canción como obra de arte, como único y auténtico camino de salvación y perdición”. Y así fue. Salió con el traje de gala que se merece la capital. Una impecable levita y su compañero de escenario, el bombín.

Continuaba con que “una canción es una cosa muy seria. Si sale buena, no la podemos considerar mercancía que se vende, ni, mucho menos, sólo se descarga. Sino algo que se te pega a la cabeza, te transforma y no lo sueltas hasta el día que caes al hoyo. Con ese ánimo hay que alumbrarlas. Como si te fuera la vida en ello. Así las concibe Sabina y por eso luego, nosotros, nos las llevamos en el oído y en las maletas. Después las intercambiamos sin precio en cualquier barra que nos sirva de embajada. A él le salen de la cabeza en ramo. Las huele, las piensa, las pare, las enlata y luego las suelta al aire con esa voz que hace años sonaba a la de un golfo con aires de dandi callejero”.

Porque, como relataba Ruiz Mantilla, “vuelve Sabina al escenario de Madrid y nosotros bajaremos a rezarle como a ese santo pecador que nos inspira, nos acompaña y nos consuela. Como a esa reliquia viva y libre que nos deja en cueros a base de crudeza, piedad y ternura por la especie. Allí estaremos preparados para la liturgia, prestos a orar en letanía las desdichas de sus Princesas y sus Magdalenas, las cuitas de sus delincuentes, sus piratas y sus hombres de traje gris. Dispuestos a pasear por la calle melancolía y el bulevar de los sueños rotos”. Y así lo hizo. Tocó las novedades de Vinagre y Rosas, y –claro está– recordó los clásicos (teniendo que dejar, por cuestiones temporales, demasiadas maravillas para la próxima vez).

Cerraba la previa El País contando que “pocos quedan a su altura que hayan cantado tan a la perfección la crónica de esta ciudad que viaja en metro a diario del cielo al infierno. Desde los setenta al siglo XX, Sabina ha puesto su oído fino al servicio de la calle y no ha dejado de retratar el alma de este Madrid machacado por administradores que lo utilizan como trampolín y lo vacían de contenido. En mitad del barullo, del quiero pero no puedo, en este, como decía Cela, cruce entre Navalcarnero y Kansas City poblado de subsecretarios, Sabina resulta un notario de los callejones y las esquinas. Nos proporciona una verdadera identidad. Nos convoca y nos refleja. Nos eleva la autoestima, nos acaricia y nos saca los colores. Nos atraviesa y nos perturba. Dice Sabina que, después de esta gira, no le vamos a volver a ver tan a menudo sobre un escenario. No le hagan mucho caso. Lleva la comunión con su público en la sangre. Tan joven y tan viejo, like a rolling stone. Las cuerdas de la guitarra pegadas a los dedos. Madrid y su especie colgada del sombrero”.

Dicho queda. Ojalá no sea la última vez. Aunque la cercanía de los teatros resulta tentadora… Y más cuando se trata de dioses.




2 comentarios:

Marisol dijo...

Y qué excusa más perfecta..

Luisma dijo...

¡Cuánto tiempo sin leerte! Como siempre... sin palabras. El motivo... grande es! Un besote!