16 de junio de 2011

Una decisión en un monólogo improvisado

Un día cargado este recién abandonado 15 de junio. Muchos frentes abiertos… y una decisión. Arranca la jornada con la vista puesta en Barcelona. Los ‘indignados’, que pierden las razones con el paso de los minutos, increpan y agreden a diputados a las puertas del Parlamento catalán. El presidente Mas debe echar mano de un helicóptero para poder esquivar la violenta concentración. Pero aquí no pasa nada. Hoy, ya se ha superado la delgada línea roja. Aunque, creo, que nosotros fuimos testigos de excepción de cómo se puede enterrar una buena causa en apenas unos minutos. Los continuados insultos, a sólo unos centímetros de convertirse en agresiones físicas, que se profirieron el pasado sábado a diversos representantes políticos a las puertas del Ayuntamiento de Alicante no oxigenan una democracia puesta en solfa. Todo lo contrario. Ahora, derribado el primer muro, veremos qué será lo siguiente.

Y se cierra (la jornada) con la proeza del Elche en Los Cármenes de Granada. El conjunto de Bordalás, ese técnico que ahora reniega de herculanismo (!), acaricia el sueño del ascenso a Primera tras firmar un empate sin goles ante un rival superior, que mereció más durante los noventa minutos, pero que anduvo esquivo en la suerte de la espada. Dos balones estrellados en los palos, un gol anulado por obra y gracia de Pino Zamorano, diversas ocasiones de evidente peligro y dos penaltis fallados (por un Abel disfrazado de Caín) en el tiempo de prolongación resumen el penúltimo encuentro de la temporada en Segunda. Podría decir que me alegro. Pero también podría decir otras muchas cosas… y no se da el caso.

Y entre medias, entre indignados e indignación (por ver sufrir a mis amigos granadinos, que conste en acta), una de las decisiones más complicadas de mi todavía, espero, corta trayectoria profesional... Bueno, y de mi vida. Tras pensar, repensar, rumiar, meditar, reflexionar, recapacitar, sopesar… te aventuras en dar un paso al frente y te planteas cambiar el rumbo de navegación. Pones parte del botín sobre la mesa, pese a que la mano tampoco invita al optimismo.

Recordaba estos días aquellas Hogueras de 2007, cuando sonó mi teléfono móvil. Al otro lado, una voz femenina me citaba el 2 de julio en la avenida Doctor Rico, 17. Sin pensarlo, respondí con una negativa. Reconozco que me dio vértigo, no me sentía preparada para cumplir, tan pronto, mi sueño. ¿Qué vendría después? En realidad, no quería dar un paso en falso y dinamitar una vieja ilusión. Sin embargo, esa misma voz femenina me pidió que recapacitara, que me tomara unos días para dar la respuesta definitiva. Así lo hice. No olvido tampoco aquel 31 de agosto, cuando todo parecía llegar a su fin.

Y así pasó un verano, un curso… y otro. Y el sueño, mi sueño, ya era parte de la rutina. Parte esencial de la vida. No por ello, dejas de valorar el privilegio de compartir redacción con esas firmas que coleccionabas años atrás. Casi una enseñanza por minuto, un privilegio al alcance de unos pocos afortunados.

Pero un día, sin saber por qué, ya no encuentras respuestas a las preguntas que, periódicamente, te repites. Ésas que te permiten seguir vivo. Desde ese día, un capricho del calendario, dejas de encontrar excusas ante los agravios comparativos. Ya no sabes por qué debes corregir páginas a compañeros de tu mismo rango, ni por qué la norma manda duplicar, triplicar o… la dedicación diaria, tampoco entiendes que los periodos vacacionales te toquen de manera y forma tangencial… Ni mucho menos que la capacidad organizativa se corresponda con la situación contractual. Echas cuentas… y los números rojos campean a sus anchas. Dejas de oír a los que, pese a lo que dice la edad, están de vuelta... y pasas a escucharles, a prestar excesiva atención a sus lamentos. Mal hecho, tal vez. Y por la noche, reflexiones nocturnas de las vivencias diurnas. Luego, por fortuna, suena el despertador y toca regresar a la redacción... A ver, mirar y observar. Oír y escuchar. Aprender y seguir aprendiendo. Con una sonrisa, fomentando el buen ambiente. Como siempre. Pero, demasiado rápido, llega la noche. Y vuelves a pensar, a plantearte el futuro. Recuerdas tu escasa presencia en la Seguridad Social, un organismo en el que debo figurar en el apartado de desechos sociales. Cuatro años de trabajo y apenas trescientos días cotizados. Los ‘ninis’ me superan, fijo. Te olvidas de la futura jubilación y recuerdas que Hacienda te obliga a contribuir a la caja común por percibir retribuciones de dos pagadores distintos… pese a no llegar, ni de lejos, al límite de ganancias mínimas. No entras en discusión, no merece la pena. Pagas y callas. Te desprendes de una nómina… y esperas que vaya a buen recaudo. Pero, al mismo tiempo, evocas la imagen de Ripoll y recuerdas la deuda que cada año contrae con él la Agencia Tributaria. Te quedas más tranquila. Y más ahora tras su caída de la Diputación. Que todo sea por una buena causa.

Sientes lástima. Y piensas que te quejas por vicio, sin razones de peso. Y, en esas, compruebas que el curso ya está acabando, que apenas quedan unos meses para poner punto final al Máster en Comunicación Política y Electoral que me ocupa desde octubre. ¿Y ahora, qué?, te preguntas. Y te pones a buscar alternativas para el curso que entra. Al final, por consenso (al que es fácil llegar cuando te faltan consejos), acabas en otro postgrado. Pero no siempre las fechas cuadran. Y toca elegir.

Valoras pros y contras. Y vuelves a pensar, repensar, rumiar, meditar, reflexionar, recapacitar, sopesar… Al final, concluyes que, si desde septiembre de 2008 el panorama apenas ha cambiado, tampoco debe hacerlo ahora. ¿Razonamiento erróneo? A buen seguro. Y entonces llegan las rampas más difíciles del puerto, cuando la carretera más ‘pica’ hacia arriba. ¿A quién le transmito, en primer lugar, el proyecto de decisión? ¿Y si me la callo y ya la haré pública cuando tenga todo atado y bien atado…? No lo ves justo. Y das el paso. ¿Teléfono, mail o en persona? Correo, que la palabra escrita siempre se puede rectificar. Pides cita. De inmediato, te la dan. Te arrepientes. Cosas de cobardes.

Te escribes un monólogo en la mente, con su introducción, desarrollo y conclusiones. En él, te subrayas las ideas fundamentales, unos principios básicos que vuelan nada más tomar asiento. Respiras, intentas bajar pulsaciones… Quieres empezar a explicar tus razones, esas que tantas horas te han ocupado, y no aciertas ni a recordar cómo arrancaba el texto. Intentas no parecer prepotente, porque crees no serlo. Buscas palabras de agradecimiento por la oportunidad, y sólo encuentras reproches. Te los callas, pero seguro que la mirada no los esconde. Tras mucho esfuerzo, mientras buscas la postura más cómoda en un sofá que siempre te pareció acogedor, hilas un discurso vacío, escaso de argumentos y repleto de incorrecciones. Te maldices. Sientes impotencia. ¿Por qué no consigo repetir algunas de las frases con las que ayer aburrí a la almohada? Te gustaría pedir un “time out” para reestructurar el discurso, pero los segundos se consumen sin remedio. Te sabes en un ambiente favorable. Ni imaginas esa situación en una atmósfera hostil. Tienes enfrente a la persona, por irónica que parezca la vida, que más palmaditas te ha dado en los últimos cuatro años. Por ello, tal vez, te sientes especialmente desagradecida, sucia de espíritu… Pero ya no hay marcha atrás. Agradeces, a trompicones, la confianza... a la vez que renuncias a la mitad de tu vinculación con la empresa. Si nada falla, seguirá en fin de semana... pero no es lo mismo, ni punto de comparación. Renuncias a lo mejor, aunque la Seguridad Social discrepe en la apreciación. Renuncias a compartir mesa, página, diálogo o un gesto de complicidad con referentes del periodismo en Alicante. Renuncias a estar presente, aunque en la distancia y con el único contacto de una mirada furtiva, en la manufacturación de la realidad mediática, en la discusión de los temas de calado, su trascendencia, enfoque y recorrido. Renuncias a escuchar cómo debaten los que saben o, simplemente, cómo se impone una opinión. Renuncias a aprender. Te crees lo peor, y no andas muy desencaminada. El máster investigador y el futuro doctorado se pierden entre la bruma. Como diría Einstein, pides lógica a la vida, olvidando que la vida es un sueño y que los sueños no tienen lógica.

Y vuelves al despacho. Piensas en lo que puede estar pensando tu interlocutor… y no extraes nada positivo. Descartas haber sido mentalista en otra vida. Intentas cerrar el encuentro por la vía rápida, encuentras predisposición en ello. Buscar sellar con un lacónico y sincero ‘gracias’ la conversación más desleal de las que recuerdas haber protagonizado. Y no lo consigues. De nuevo, sientes una nueva palmadita en la espalda. Ahora, por Castedo. La agradeces... Pero, esta vez, no basta para dibujar una sonrisa en el rostro.

Sales por la puerta mientras cuestionas el futuro de la alcaldesa. Un asunto que tanto te ocupa y preocupa se convierte, de repente, en una cuestión irrelevante. Preguntas por inercia. Escuchas por admiración. Vuelves a la sección, intentas recuperar el ritmo, las risas, pero ya nada es lo mismo. Transcurre el día envuelto en un halo de temor a lo desconocido. ¿Cómo se sobrellevaría un intercambio de categoría entre Hércules y Elche? ¿Cómo será, si se confirma, pisar la redacción sólo los fines de semana? ¿Y si al final no me aceptan en el máster? Tanto, para nada. Llegas a casa y, de nuevo, piensas en esa decisión. En la más difícil, hasta la fecha. Y, sin quererlo, recuerdas el monólogo, palabra por palabra. Sientes haber perdido una oportunidad. Valoras la idoneidad de poner negro sobre blanco esta jornada. Te contradices. Das esquinazo al pensamiento... y actúas. Cierras los ojos, se humedecen. Los sentimientos, que no saben de discursos programados, encuentran su refugio en la noche.

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