Acudes a tu médico de cabecera. Le pides cita con cierto especialista. Te invita
a que acudas a la privada, “si no quieres esperar varios meses, que no creo que
sea tu caso”. Preguntas. Te recomiendan una doctora. Vas. Apenas unos días de
espera. Te pide unas pruebas y te dice que vuelvas a tu médico de cabecera para
que te mande a otro especialista, “este medicamento te lo deben recetar ellos”.
Sigues instrucciones. En dos días, en la consulta. Te dan un número para pedir
cita. Llamas. Llamas. Vuelves a llamar. Cambias el horario. Llamas. Suena, pero
nadie contesta. Dudas de que el número esté mal. Buscas. Compruebas que es el
correcto. Pruebas con la centralita del centro de salud. Te lo cogen. ¡Aleluya!
Preguntas por el especialista. Nanai. Éste tiene su propia administrativa. Debe
ser la que nunca coge el teléfono. Te dicen que sólo está por la mañana.
Llamas. Llamas. Nada. Ni Cristo. Piensas en pasarte por allí. Justo en el
último intento, una amable mujer contesta. Le preguntas por qué nunca hay nadie.
Te lo niega. Te muerdes la lengua y le pides cita. Te da dos alternativas: “O
vienes en 15 minutos o tendrás que esperar diez días”. Ante la tentadora oferta, optas por la segunda. No
queda otra. Llega el martes, 4 de diciembre. Las 10.15 horas. Entras en el
centro de salud. Te diriges a la segunda planta y te sientas frente a la
consulta que te había indicado la amable mujer que contestó al teléfono después
de decenas de intentos. Faltan diez minutos para tu cita. Estás nerviosa. No
por la consulta, sino por lo que había costado conseguirla. Los minutos
pasan. Nadie sale. Nadie tampoco en la sala. Lees en la puerta que, por favor,
no molestes, ni llames ni entres. Te dan ganas de dejar de respirar, por si
acaso. Ves movimiento. Aparece una mujer, parece una paciente. Te dice que si
vas a esa consulta. Le dices que no, mientras no quitas ojo de tu puerta,
vecina a la que señala la señora. Pasan los minutos. Ves cómo los médicos
entran y salen de sus consultas. Todos menos la tuya. Te decides a infringir
una de las normas. Llamas a la puerta, con la intensidad suficiente para ser
oída, pero con el reparo de no perturbar. Ni mu. Resignada, te vuelves a sentar. Ya son las 11 de la mañana. Ves, a trasluz, que el despacho de la
administrativa está desierto, mientras en su interior el teléfono suena y suena
y no deja de sonar. Ahora entiendes por qué nadie lo cogía cuando tú intentabas,
alma inocente, conseguir una cita. Llega una mujer. Te pregunta si estás
esperando. Le dices que sí, aunque le explicas que estás perdiendo la esperanza
por minutos. Te cuenta que viene sin cita, sólo a enseñarle unos papeles. La
compadeces. Llega un chaval. Éste a pedir cita, aburrido de llamar y llamar y
que nadie responda. Le cuentas tu experiencia. Os laméis, figuradamente, las
heridas. Ya son las 11.30, hacía una hora debía haber entrado a la consulta.
Debía, claro. La mujer se ha ido, pero su lugar lo ocupa otra. También viene
sin cita, pero sin prisa, consciente de que le tocará esperar hasta que no
queden pacientes. El chico, argentino y en paro, habla de la poca seriedad de
ciertos profesionales. No te queda otra que darle la razón. La tiene. Se acerca
el mediodía. La impaciencia se convierte en #malahostia a pasos agigantados. La
señora, sin cita, baja a preguntar. Le sugiero que no pierda el tiempo, ya lo
había hecho la mujer que le precedía en el asiento y había obtenido una respuesta
vacía. “Sí, claro que debe estar la doctora. Hoy pasaba consulta. Habrá salido
a tomarse un café o a algo rápido”, me habían trasladado minutos antes. Vuelve la
mujer y te repite el mensaje, palabra por palabra. Risa nerviosa. Me levanto,
voy hacia la puerta. Llamo. Nada. Giro la manecilla. Tampoco, cerrada. Pruebo,
de nuevo, con la consulta de su enfermera. Agua. Miro con desprecio al despacho
de la administrativa, oculto de los ojos ajenos solo con vidrios traslúcidos. Ni
rastro de nadie. Me voy. Bajo las escaleras. Cojo el móvil para desahogarme
y una idea sobrevuela mi mente. Salgo a la calle. Vuelvo a entrar. Me dirijo al
expendedor de números. Cojo uno. Echo cuentas y veo que faltan más de cincuenta
para que me toque. Paciencia ya no me queda. Me acerco al mostrador. Le
pregunto si para rellenar una hoja de reclamación debo esperar mi turno. Con exquisita
amabilidad, me dice que no. Me entrega el impreso y un bolígrafo, “por si no
tienes”. Se lo agradezco. Lo cumplimento. Se lo entrego, el boli también. Ahora
sí que me voy. Casi dos horas después, regreso al coche. Balance: Pienso en esas tres mujeres en paradero desconocido (doctora, enfermera y
administrativa) durante casi dos horas de su jornada laboral. Me hierve la sangre. Intento salir de
mi incredulidad, pero me resulta imposible. Llego a casa. Veo que en Twitter la Sanidad Pública
ocupa uno de los puestos destacados de la jornada, en una defensa común y necesaria de otro servicio amputado por Rajoy y sus políticas al dictamen de Europa. Otro día me alegraría me alegraría de esa iniciativa. Hoy
no. Balance: mañana perdida. Conclusión: cuanta escoria deshonra a diario el buen trabajo de tantos y tantos profesionales.