3 de febrero de 2011

El privilegio de los periodistas

Cuando el IPhone cayó en mis manos (previo paso por caja) ya sabía a lo que me exponía. Pero he comprobado, semanas después, que la realidad supera a lo previsto. La responsabilidad es bicéfala. Por un lado, la nueva corriente de las redes sociales. Si no participas, te quedas atrás; pero si te conviertes en un sujeto activo, los días pierden horas. Por otro, las aplicaciones del cacharro de Apple. La más adictiva, hasta la fecha, se hace llamar WhatsApp, un programita que una vez descargado (por el módico precio de unos céntimos de euros) te permite mantener conversaciones gratuitas, a través de mensajes de texto, con cualquier persona propietaria de un SmartPhone. Es decir, con los que cortan el bacalao. Un invento formidable en pro de las relaciones personales y que reemplaza, en parte, la molestia de no disponer de teléfono de empresa para gestiones profesionales.

Aunque, en realidad, el WhatsApp se transforma casi en una anécdota al lado del Twitter, ya que el Facebook está camino de pasar a mejor gloria. El microblogging, o comunicación por mensajes cortos, se ha convertido en un bullicioso resumen de prensa de constante actualización. Más allá de las opiniones de unos y otros, el Twitter te permite estar al tanto de todo lo que se mueve por el mundo. La tarea, eso sí, debe ser compartida. Propia, porque es el usuario (con su criterio) quien elige a las personas a las que quiere seguir, dando así forma a una agenda ‘viva’ en la que se echa en falta una mayor representación alicantina. Parece ser que las nuevas tecnologías, también, han desembarcado en Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia… antes de deslizar sus tentáculos por localidades de otra categoría. Una lástima interactuar con un futbolista de la altura de Piqué, un director como Álex de la Iglesia, un reportero del bagaje de Ramón Lobo o una periodista tan ocupada como Berna González Harbour… y no encontrar, entre tuit y mensaje, a apenas personas vinculadas con Alicante.

A la espera y despojándome del disfraz de voyeur, sigo leyendo a periodistas, conocidos y por descubrir; políticos, de uno y otro bando, junto a deportistas, escritores, cineastas, músicos, amigos, amigos de amigos, desconocidos que no anónimos, y otras hierbas. Algunos defienden la ‘Ley Sinde’, otros apuestan por Mestalla como sede de la final de la Copa del Rey, los menos recuerdan tiempos pasados con ‘El último tango en París’ y la mayoría polemiza por el manifiesto antisemitismo de Vigalondo. También se habla de la instantánea que, con tino o retranca, puede reflejar próximas cumbres hispano-alemanas. Mañana, ya lo hace El País. Era de esperar.

Asuntos con mayor o menor recorrido que intentan hacer frente, sin éxito, al verdadero protagonista de la actualidad: Egipto. Allí, donde apunta el foco mediático, las ejemplares movilizaciones ciudadanas han dado el relevo a violentas protestas, dicen, instigadas por el Gobierno de Mubarak. Con todo, quiero detener la luz en un punto que me exaspera cada vez que se produce un asunto de extrema gravedad. Sea cual sea el origen, el hombre (como el que nos ocupa o el ya olvidado Sahara) o la Naturaleza (como, apenas hace un año, en Haití), el periodista acaba dejando el modélico segundo plano para saltar al centro del encuadre. Con dictadores de por medio, la represión de la libertad de expresión suele provocar que los informadores dejen atrás a los lugareños y terminen por protagonizar la noticia. Una imagen, para mí, antinatural.

No discuto que la brutal represión que están sufriendo los enviados especiales/correponsales/freelances debe ser denunciada. Con voz alta y clara. Nadie debe ser ajeno a que la meditada persecución a los informadores sólo persigue silenciar la verdad, impedir que trascienda la dimensión del problema más allá de las fronteras del país. Hasta ahí, ninguna objeción.

Pero, una vez denunciada la situación, el verdadero drama lo sufren los autóctonos, los que seguirán en el punto de mira de los malos de cada película cuando los focos de los medios ya hayan desplazado su mirada hacia otra latitud del globo terráqueo. Y en ellos se debe centrar la información. A ellos se les debe dar voz. A ellos se les debe fortalecer. A ellos se les debe ayudar con la única, pero inmensa, fuerza que tienen los periodistas: la palabra y la imagen. Escuchar, ver y contar. Narrar lo que sus sentidos perciben, no lo que a sus sentidos, ávidos de gloria profesional, les gustaría percibir. Un periodista no debe presentarse como una víctima ante la audiencia, ya sea un oyente, un lector, un televidente... Esa factura va en el carné. A todos nos gustaría estar allí, verlo y no esperar a que otros nos lo cuenten. Porque nosotros, los periodistas, podemos elegir nuestro destino. Un privilegio arrebatado de cuajo a las víctimas.

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