Resulta una temeridad enfrentarse al folio en blanco cuando aún retumban en la cabeza pequeños fragmentos de vida hechos poemas por dos juguetones de las palabras. Sabina y Prado, cantautor y poeta, se han sentado hace apenas unos minutos en torno a una mesa para conversar, en verso, sobre sus experiencias vitales (con desamores y ‘marichalazos’, incluidos), para recordar a viejos compañeros de viaje (al siempre presente Ángel González o al valenciano Berlanga) y compartir un chasquido de arte con sus honestos seguidores. Se consensuó celebrar la cita en el Aula de Cultura de la CAM. Allí, lleno hasta la bandera, como en las buenas tardes de toros. Entre los asistentes, Luis Francisco Esplá (un poeta con capote), Joan Iborra (un músico menos canalla) o Francisco Esquivel (otro que se sirve de la palabra para arrojar algo de luz... a la actualidad). También cientos de desconocidos, que nunca anónimos y siempre fieles al ‘flaco’ jiennense. Variedad también en un recital que provocó aplausos y despertó sonrisas a partes iguales. Una hora después de escuchar que ‘no hay cosa más cierta que las verdades a medias’, una rotunda ovación despedía a un poeta de nacimiento y a un madrileño de adopción.
Joaquín recordó de entrada, ya sentado en una butaca de madera y con unas gafas de quita y pon en la mano izquierda, su infancia en Úbeda (Jaén), donde rascó por primera vez una guitarra y donde se fraguó su sueño de volar a la capital. Y así fue, agarró un tren, bajó en Atocha y se quedó en Madrid.
Desde Lavapiés, hizo inventario de canciones, probó suerte en la ruleta rusa de la vida y conoció a Rafael Alberti, con quien estrechó unos lazos que le llevaron hasta Benjamín Prado, su hermano doce años más joven. También conoció lo bueno del tabaco (que ya no le acompaña en sus quehaceres) y probó a ver sin ser visto, a mirar sin mojar. Disfrutó y rehuyó de la armonía doméstica, de la crisis del ‘no me se ocurre nada’ y apalabró un viaje de regreso a lo pendenciero, con escala en Praga. Voló con la compañía de Benja, poco después de que el poeta amigo del dramaturgo portuense de la Generación del 27 supiera que su novia había dado con un mejor acompañante. La mandó ‘a la mierda’ y marchó a orillas del Moldava. Allí se fraguó "Vinagre y Rosas". Joaquín recordaba a esa novia que no le dejaba; Benjamín, a la que le abandonó. Así, la melancolía saltó a la calle y se hizo canción.
Contaron que antes escribían para poder vivir, que ahora viven para poder contarlo. Joaquín reconoció que los escritores de canciones no son más que subalternos de poetas. Y se lamentó de que letras escritas para ser acompañadas suenen mejor leídas que cantadas.
Lo dijo de…" Caballero en edad de merecer, con un pelo de tonto, cuatro canas, el pasado resuelto y muchas ganas ya sabe usted de qué. Informal, ilustrado, manejable, más amigo de gatas que de perros. Con dos ulceras y una inexplicable mala salud de hierro".
A modo de prólogo, Joaquín llegó con dos noticias. Como buena dijo que no iba a cantar; como mala, que tal vez lo haría Benja. Al final, ni una cosa ni la otra. Sabina, con voz quebrada, sentado y sin púa, afinó "Mater España de barba peregrina, que falta a misa de doce, que no conoce rutina; masona, judía, cristiana, pagana y moruna; Máter España, más guapa que ninguna’". La gente escuchó, atenta, inmóvil, sin ademán de acompañar al maestro. A su voz tan sólo se unió un ritmo personal. Ni sus nudillos rascando la madera de una mesa 'casi camilla' sacaron del embeleso a Benja. El poeta, apaciguado, ya había entonado "A mi hermano Joaquín para que no se le olvide". Un alegato de buen querer. Un ruego de sangre. Un soneto de amigo. “Una noche, Joaquín tuvo el acierto de esquivar el puñal de la gran dama. Hoy siente que es un pájaro sin rama, un Nilo que ha acabado en el Mar Muerto. […] Yo he venido a decir que te equivocas, que aún es brillante todo lo que tocas, que aún puedes transformar la arena en oro. Tú sabes que la vida, igual que el arte, si no está en ti, no está en ninguna parte".
Joaquín y Benjamín. Vinagre y Rosas. Una isla... con tesoro.
Joaquín recordó de entrada, ya sentado en una butaca de madera y con unas gafas de quita y pon en la mano izquierda, su infancia en Úbeda (Jaén), donde rascó por primera vez una guitarra y donde se fraguó su sueño de volar a la capital. Y así fue, agarró un tren, bajó en Atocha y se quedó en Madrid.
Desde Lavapiés, hizo inventario de canciones, probó suerte en la ruleta rusa de la vida y conoció a Rafael Alberti, con quien estrechó unos lazos que le llevaron hasta Benjamín Prado, su hermano doce años más joven. También conoció lo bueno del tabaco (que ya no le acompaña en sus quehaceres) y probó a ver sin ser visto, a mirar sin mojar. Disfrutó y rehuyó de la armonía doméstica, de la crisis del ‘no me se ocurre nada’ y apalabró un viaje de regreso a lo pendenciero, con escala en Praga. Voló con la compañía de Benja, poco después de que el poeta amigo del dramaturgo portuense de la Generación del 27 supiera que su novia había dado con un mejor acompañante. La mandó ‘a la mierda’ y marchó a orillas del Moldava. Allí se fraguó "Vinagre y Rosas". Joaquín recordaba a esa novia que no le dejaba; Benjamín, a la que le abandonó. Así, la melancolía saltó a la calle y se hizo canción.
Contaron que antes escribían para poder vivir, que ahora viven para poder contarlo. Joaquín reconoció que los escritores de canciones no son más que subalternos de poetas. Y se lamentó de que letras escritas para ser acompañadas suenen mejor leídas que cantadas.
Lo dijo de…" Caballero en edad de merecer, con un pelo de tonto, cuatro canas, el pasado resuelto y muchas ganas ya sabe usted de qué. Informal, ilustrado, manejable, más amigo de gatas que de perros. Con dos ulceras y una inexplicable mala salud de hierro".
A modo de prólogo, Joaquín llegó con dos noticias. Como buena dijo que no iba a cantar; como mala, que tal vez lo haría Benja. Al final, ni una cosa ni la otra. Sabina, con voz quebrada, sentado y sin púa, afinó "Mater España de barba peregrina, que falta a misa de doce, que no conoce rutina; masona, judía, cristiana, pagana y moruna; Máter España, más guapa que ninguna’". La gente escuchó, atenta, inmóvil, sin ademán de acompañar al maestro. A su voz tan sólo se unió un ritmo personal. Ni sus nudillos rascando la madera de una mesa 'casi camilla' sacaron del embeleso a Benja. El poeta, apaciguado, ya había entonado "A mi hermano Joaquín para que no se le olvide". Un alegato de buen querer. Un ruego de sangre. Un soneto de amigo. “Una noche, Joaquín tuvo el acierto de esquivar el puñal de la gran dama. Hoy siente que es un pájaro sin rama, un Nilo que ha acabado en el Mar Muerto. […] Yo he venido a decir que te equivocas, que aún es brillante todo lo que tocas, que aún puedes transformar la arena en oro. Tú sabes que la vida, igual que el arte, si no está en ti, no está en ninguna parte".
Joaquín y Benjamín. Vinagre y Rosas. Una isla... con tesoro.
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