17 de agosto de 2009

Con plumas guiadas

Una agenda personal repleta -tanto sea de las clásicas en papel como de las más modernas en soporte digital- sugiere una etapa vacacional, donde el ocio se impone a cualquier otra faceta de esa rutina que marca la vida. En ocasiones, somos tan ambiciosos que una época de hipotético descanso pasa a ser -casi por obra ajena- una lista interminable de citas, que arrancan casi en el amanecer y se prologan hasta bien entrada la noche. A veces, incluso, apuramos las primeras horas de la madrugada, pagando el esfuerzo físico (y psíquico) en jornadas posteriores. Peajes de la vida...

Entre estos planes, existen varios tipos. En primer lugar, los caprichosos, que dependen de los invitados y que por norma sufren más de una modificación hasta contentar a los presentes (y no provocar así ningún ausente). Verbi gratia: Una cena con amigos. Luego están los recurrentes, sin fecha ni casi hora, como un garbeo nocturno por el paseo marítimo, disfrutando de una tímida brisa que se resiste a entrar en casa. Y como no es plan de confeccionar aquí una lista interminable de opciones, vamos a por la última: las citas del sí o sí. Es decir, aquéllas que se dan un día, en un lugar y a una hora determinada. Esas oportunidades que te hacen pensar dada la imperfección del calendario: ¿Merece la pena asistir?, ¿seguirán ofreciendo un espectáculo como antaño?, ¿nos arriesgamos a ver qué tal resulta el experimento?... Y así, preguntas y más preguntas. A veces, tantas que dejamos pasar oportunidades únicas. Como estuve, a punto, de vivir en primer persona hace algún tiempo. Rebuscando entre las actividades culturales que se ofrecían este verano en Alicante, di con una actuación flamenca, en un escenario inmejorable y en una fecha idónea. La artista venía desde Cádiz para ofrecer una versión muy flamenca de «Juana la loca». ¡Y era en día laborable! Un detalle irrelevante para los afortunados que disfrutan de sus vacaciones o del ocio en fin de semana. Algo ajeno a mí y a los de mi especie, que hemos decidido trabajar los días habilitados para el descanso. Y todo por llevar la contraria, no crean. ¡Y a Dios gracias!, como rezaría aquél. Tras darle algunas vueltas, decidí adquirir las entradas. El coste, para qué engañarnos, era un aliciente: por apenas un puñado de euros, casi dos horas de espectáculo. Hasta un simple refresco, en cualquier terraza de la costa, tendría una dura pugna para vencer al precio (casi de saldo) de estos tickets.

Así, las entradas reposaron durante semanas en mi casa, hasta que llegó el pasado jueves. La cita, y no era la única del día, claro está, nos emplazaba a las diez de la noche en el Tossal de Manises. Un lugar tan mágico, como poco célebre en la ciudad. Apuesto que muchos alicantinos nunca han visitado este enclave histórico, que en verano se convierte en un no parar de música, teatro, danza... Durante la pasada noche, el cielo se presentaba con ciertos toques estrellados y el fresco airecillo llegó a hacernos dudar de que estuviéramos en pleno agosto. Tan sólo faltaba que la artista de San Fernando saltara al escenario. Lo hizo como es ella, con carácter. Una sensación que se mantuvo durante la actuación y consiguió que el público, tan concentrado, sólo se abstrajera de la historia durante las repetidas ovaciones.

A la salida del yacimiento, aún recordando el dramático final de la reina castellana, me planteé cómo volver a casa. Pensé en el tranvía, pese a no ser el medio de transporte más cómodo para salir del Tossal. Aún así, me apetecía viajar a través de esos raíles que están dotando -a pasos agigantados- de personalidad a la ciudad. A esas horas y con el cielo teñido de luto, la intención no era otra que recordar al conseller más alicantino de los habidos hasta la fecha. De él se ha escrito casi todo. Y, por norma, con plumas guiadas por el corazón. Como en toda buena historia de amor.

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