Dice una campaña publicitaria que “un beso dura unos segundos, pero puede dar conversación durante horas”. Algo similar ocurre con la toma de decisiones. En un momento, te debes decantar entre las alternativas existentes, aunque seas consciente de que las consecuencias te puedan, incluso, acompañar para el resto de la vida.
Hace unos días, la
Diputación de Valencia censuró las fotos del caso Gürtel de una exposición organizada por la Unió de Periodistes. Un ejemplo más de la creciente censura institucional y de la escasa inteligencia existente entre los actores de la política, dado que las imágenes ya se habían publicado con anterioridad y la decisión no ha hecho más que dar eco a una muestra sin excesiva notoriedad hasta que se llegó a coartar la libertad de expresión.
Aquí queda patente que una decisión, que se fraguaría a base de dedo acusador –señalan al diputado de Cultura–, ha saltado con fuerza a la actualidad informativa.
De vuelta a los asuntos más próximos, la relación que se establece entre las decisiones y las consecuencias tampoco difiere en exceso. Tan sólo, la repercusión social. Poco más.
Imaginemos. Siete días a la semana. Siete jornadas laborales (por elección propia, que conste). Y así, un día tras otro. Por la mañana, labores de redacción; por la tarde, de edición; por la noche, los trabajos pendientes de la Universidad; y de madrugada, un intento de aliviar el cansancio. ¿El blog? Entre sueño y sueño. Y, durante todo el día, agradecida por manejar una agenda tan repleta de actividades.
Tras un mes, los intentos se hacen vanos y el cansancio hace acto de presencia. Cuesta pensar, se hace más difícil escribir. Y casi imposible, innovar.
Y sin pretenderlo, salta la liebre. Todo sucede un sábado, por ejemplo. Llegas al trabajo a primera hora. Saturada, pero con ánimo. Te organizas la agenda –novedad en el frente– y, por consecuencia, el tiempo. Valoras el espacio que tienes y la información existente. No es mucha, pero sí suficiente. Decides invertir la jornada matinal en recabar la información necesaria para dos de los temas previstos. El tercero, se relega a la tarde. Sin embargo, toca la de cal y todo se vuelve cuesta arriba. Hay días malos y otros injustos. Y el sábado tocó sufrir uno de esos comportamientos indignos en cualquier persona que se haga llamar compañero. No valen excusas. Mal ambiente, trabajo acumulado y apenas una hora y media para comer. Caprichos de algunos. Por la tarde, se acelera la actividad. A las siete debo salir con destino a la zona de San Nicolás de Bari. El retraso en el inicio del acto brinda una animada conversación. En apenas unos minutos, intentamos arreglar el mundo. La ubicación del futuro ‘botellódromo’, la despeatonalización de la Explanada de España, las costumbres nocturnas de los jóvenes, los añorados tiempos pasados de cuando unos eran más niños y otros no habíamos casi nacido… Una concejalía, demora en los trámites… y ¡salta la liebre! Lo hizo sin avisar. Y me pilló, lo reconozco, con el pie cambiado. No podía imaginar que en una charla amena, tal vez banal, se me presentara tal oportunidad. Busqué la reacción en mi interlocutora, intenté extraerle más jugo a la pieza. Pero no hubo suerte.
Poco después, llegué a la redacción. Aún tenía dos páginas pendientes de entregar, mucho frío en el cuerpo y una idea rondándome en la cabeza. “¿Me habrá querido decir lo que yo creía que me había dicho?”, discutía con mi otro yo. Pasó la medianoche y aún seguía escribiendo. En la cama, antes de conciliar el sueño, me daba vueltas la misma pregunta y, a la vez, andaba en busca de una respuesta satisfactoria. Pensé: “Trasládale la cuestión a los que manejan el cotarro. Ellos tendrán más ideas y, seguro, la cabeza algo más despejada”. Y así fue.
Al día siguiente, pongámosle que era domingo, me levanté pronto para hacerle llegar mi cuestión a la persona, creo, más indicada. Tras pulsar el botón ‘enviar’, me dirigí hacia el Teatro Principal para presenciar el pregón oficial de la Semana Santa, a cargo de la actriz Emma Ozores. Otra mañana dominical en la calle. Algunos ‘rezan’ para evitar que se lleve a cabo la idea que circula por los despachos desde hace unos meses. A mí, sinceramente, me da igual. No supondría ninguna novedad.
De nuevo sobre las tablas del Principal, las voces blancas llegadas desde Xixona interpretaban el último pasaje de su propuesta musical. Por aquel entonces, la afición local del Martínez Valero vibraba con la victoria de su equipo ante el líder de la Segunda División. Unos vivieron ‘el’ partido de la temporada. Otros, por suerte, jugaron ‘un’ partido más. Servidora reparaba en la liebre, la Semana de Pasión y el Hércules… Una mezcla explosiva.
Ya en casa, poco tiempo para comer y menos para descansar, ya que se presumía una tarde cargada y con aguas turbias a consecuencia de la tormenta sufrida la jornada anterior. Una página y otra. Y, por fin, la última. De nuevo, el tránsito por la medianoche tocaba vivirlo en la redacción.
De vuelta al que dice ser mi hogar, la pregunta de la noche anterior aún me rondaba en la cabeza. Y, a estas alturas, se unía a la única respuesta que tenía entre manos. Había llegado a través del correo electrónico, y decía mucho sin dejar entrever apenas nada. Así que, ya en la cama, era el turno para reflexionar. Concluí que la teoría siempre gana, dado que la práctica brinda demasiados inconvenientes.
El día siguiente podía, verbigracia, ser un lunes más en el calendario. Y la rutina, como las páginas de ese almanaque, se presentaba similar a la vivida siete días atrás. Por la mañana, labores de redacción; por la tarde, de edición; por la noche, los trabajos pendientes de la Universidad; y de madrugada, un intento de aliviar el cansancio. ¿Y el blog? A horas intempestivas.
En este lunes, la tarde ha llegado con una lección de la mano. Incluso, con una respuesta a esa oportunidad que llegará en unos meses cuando la licenciatura sea una realidad. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿A qué puerta tocar? ¿A quién escuchar? ¿Ser valiente o conservadora? ¿Asegurar un futuro o tener paciencia en busca de un sueño algo perecedero?
Por sorpresa, me llega una escueta amonestación verbal, sin rodeos, con exquisita forma y un contundente fondo. Suficiente para advertir y aleccionar. Para hacer pensar. Valorar si la vida es como me dicen o si me inundan el horizonte de ‘pájaros’. Porque hay palabras que halagan, pero éstas tampoco hacen frente al viento.
En unos segundos, la liebre yacía inerte. Víctima de quien le había dado la libertad a últimas horas del pasado sábado. Y yo, también inmóvil, actuaba como simple testigo de la hazaña. Sin poder de reacción. Tal vez, debe ser una anécdota más en el currículo. Tal vez, un signo de que el futuro no me da chance en este universo, que –ilusa– creía mi casa.
Este recorrido, todavía no pasa de ser una mera reflexión. Le falta madurez para convertirse en un conato de decisión. Y sosiego… si quiere figurar como realidad. Las consecuencias, por tanto, tendrán que esperar.
Además, hago por no olvidar que todo lo anterior puede ser producto de mi imaginación. Y vivo a la espera de ese ‘beso’, que dure segundos, pero que me dé conversación durante horas...