6 de marzo de 2010

Donde la mirada converge

El 25 de septiembre de 2005, Fernando Alonso se coronó campeón del Mundo de Fórmula Uno, tras la disputa del Gran Premio de Brasil. En la jornada de resaca, la primera promoción de Periodismo comenzó a dar sus primeros pasos en la Universidad Miguel Hernández. Y hasta hoy.

Ahora, cinco años después, el piloto asturiano está a punto de iniciar su aventura en Ferrari; mientras, un centenar de alumnos atisban, con diáfana proximidad, la esperada Graduación, que contará con el Honoris Causa a Rosa María Calaf como broche final a la carrera. A partir de ahí, uno y otros deberán demostrar la experiencia adquirida durante los últimos cinco años. Ahí es nada.

A modo de prematura despedida, "Los Cinco" nos embarcamos en una aventura por el centro más occidental de Europa. Irrepetible, por el contexto, y recordable, por esos detalles que siempre quedarán impresos en esa memoria de mayor recorrido. Así, dada la atomización de nuestra clase, el archiconocido ‘Viaje fin de carrera’ se convirtió en un sinfín de ideas… Nuestro proyecto tuvo, como primera estación, Holanda, para terminar en casa tras recorrer el norte de Francia. Apenas fueron siete días, suficientes para echar la mirada atrás, recordar aquel 25 de septiembre de 2005 y ver cómo éramos y en qué nos queremos convertir. Aquellas charlas espontáneas, sin ubicación predeterminada, aún me hacen pensar. ¡Y lo queda! ¿Qué hacer mañana? ¿Hacia dónde dirigir los próximos pasos? ¿Son los sueños cumplidos piedras en el camino? Un mes después, las preguntas aún vagan en busca de alguna respuesta coherente, satisfactoria, respetuosa y, a la vez, agradecida.

En Ámsterdam nos recibió el frío y nos despidió un termómetro con tiritera. Aún así, el factor meteorológico más que un inconveniente se convirtió en un aliciente a la hora de descubrir los encantos de una ciudad de imágenes. Sus innumerables canales, la tranquilidad de su gente, los transportes ecológicos y una arquitectura muy cuidada te llevan a la evasión. Los espacios dedicados a célebres artistas, el templo para los adictos a Heineken, los antros de malos humos y los secretos de las cortinas rojas otorgan un estatus de visita obligada, y bien recomendable.

La casa de Anna Frank te contiene la emoción. Durante el recorrido, apenas se articula palabra, la imaginación se basta para revivir lo allí sufrido. Esa experiencia con un posterior y plácido paseo en barca muestran la cara más visible, reconocida y sentida de una ciudad recogida, dinamizada por amables caras.

“Nada puedo hacer ahora que ya estás a mil kilómetros de aquí; y, si un día tú te atreves a quererme, yo te estaré esperando aquí”, canta Fito a ritmo de blues, junto a sus inseparables Fitipaldis. Aunque no siempre aquello que se desea está tan lejos, Ámsterdam y París sí están separadas por un buen trecho, más aún cuando suspenden el servicio del tren de alta velocidad que nos iba a dejar en apenas cuatro horas en una de las capitales del mundo. El motivo, luctuoso, mostraba pues todas las justificaciones posibles: un terrible accidente ferroviario había provocado, horas antes, una veintena de muertos en un trayecto que se presumía corto. Demasiado eterno, al final. Por ello, se quedaron atrás las quejas y los retrasos horarios… Importaba llegar al destino, y hacerlo bien. Tal y como fue.

Puestos los pies en suelo antes revolucionario, nos pusimos en marcha. No había más tiempo que perder… París parecía demasiado majestuosa para dejar que los segundos se escaparan sin justificación. Lo parecía al llegar, y aún lo fue más tras esos primeros contactos tímidos, algo atropellados, pero siempre muy sinceros que te dejan satisfecho y con ganas de repetir. Porque la experiencia, además de años, son grados que se suman.

Conocida la Estación del Norte y la Rue Lafayette, por exigencias del guión, y ya libres de equipaje, nos dispusimos a recorrer los iluminados corazones repartidos por un anárquico mapa que hacen de París la “Ciudad de la Luz”, y –dicen– un paraje único para vivirlo con alma de enamorado.

No rehuimos ningún enclave. Cumplimos con los puntos obligados, pero también apostamos por aquéllos que transmiten franqueza. Con un atropellado viaje en autobús urbano, un recorrido a través de miles de tumbas en el Père-Lachaise o un paseo por uno de esos barrios con aires de exclusión social se consigue –o se cree conseguir– conocer algo más de una ciudad vanguardista, donde la historia se exhibe sin recelo. Sin miedo al qué dirán. Para ello, claro está, hace falta haber vivido y, por supuesto, sentir orgullo de esas experiencias.

Huelga decir que las vistas de París desde el Sacré Cœur, con el horizonte teñido de rojo, representan un inicio apasionante. Tampoco se queda atrás el primer encuentro con la Torre Eiffel. Lo que se diga, queda pequeño. Es imponente. Llegar arriba cuesta, para qué negarlo, pero gratifica cualquiera esfuerzo. Pese al trajín que se vive en la cumbre, te llegas a sentir solo, relajado, con tiempo para reflexionar, para creerte alguien y a la vez comprobar que no eres más que un ser diminuto entre esa marabunta de hierros.

Allí, cada rincón está revestido de detalles cuasi imposibles de descubrir. El tiempo apremia y te lleva casi a volandas por las interminables avenidas parisinas. De esos trayectos infinitos, una imagen. Caprichos del destino. La instantánea representa vivencias aún cercanas. Por eso, debe ser, la conservo intacta. A mi espalda, la Plaza de la Concordia; ante mí, los Campos Elíseos; y donde la mirada converge en un punto, el Arco del Triunfo, con su eterna llama. A la derecha, la Iglesia de la Magdalena; a la izquierda, la Asamblea Nacional. Como fiel compañero, el Sena. Y hasta ahí puedo leer. Hasta la próxima. 'Au revoir'.

1 comentario:

Marisol dijo...

Eso. Hasta la "próxima".