Dirigir a un superior una crítica directa, contundente y sin concesiones a una segunda interpretación. El anhelo de cualquier trabajador por cuenta ajena lo cumplió hace unos días el presidente de Castilla-La Mancha. El controvertido José María Barrera, muy consciente de su estratégico movimiento, no dudó en advertir (?) a Rodríguez Zapatero acerca de la necesidad de ejecutar un “cambio de rumbo” con tal de evitar una “catástrofe electoral” en las filas del Partido Socialista.
Todo un privilegio el del líder manchego. Aunque, dada su veteranía, bien sabía que esa crítica disfrazada en formato de consejo acabaría en una fingida marcha atrás. Antes de pronunciarla, a buen seguro, ya tenía redactada una rectificación a sus palabras. Pero la frase ya está ahí, y su huella no desaparece con un chasquido de dedos.
No obstante, ese forzado y poco creíble ‘arrepentimiento’ no resta un ápice de placer al hecho en sí. ¿O no? ¿Quién no ha pensado, en más de una ocasión, poder dirigirse a su jefe (desde el inmediato al más lejano) y decirle, sin temor a represalias, lo que piensa sobre sus actuaciones? No echarle en cara los errores, no voy por ahí, sino mantener un intercambio de opiniones respecto a asuntos relacionados con la faena. Hablar como dos compañeros más, sin hombros por encima por los que mirar. Porque, mal que le pese a algunos, el respecto no se gana a fuerza de miradas desafiantes o gestos despóticos, sólo (!) es el premio a una labor de hilo fino.
Algunos desearían mantener ese trato, aunque sólo unos pocos afortunados pueden llevarlo a la práctica. Si fuera un hábito en nuestra sociedad, las críticas sí que se vestirían (que no disfrazarían) de sinceros consejos. Unos y otros saldrían ganando. Pero ese estilo no se lleva. Y aunque me resisto a entenderlo y, en consecuencia, a aceptarlo, la realidad me obliga cada día a abrir los ojos.
Esbozo la idea y sostengo que sería un perfecto ejercicio de democracia empresarial. Esa invitación al diálogo no tendría por qué interferir en la complejidad que atañe dictar cualquier resolución (sea o no judicial). Es decir, una cosa es escuchar con franqueza las ideas que proponen otros profesionales del sector (aunque procedan de un escalafón inferior) y otra, y muy distinta, verse en la obligación de hacer propias las propuestas ajenas y llevarlas a cabo por decreto. No. Nadie discute, imagino, que cada jefe cuenta con su cuota de responsabilidad, que va en el sueldo y en la tarjeta de visita. Por ello, aunque no sólo por ello, las decisiones deben tener carácter personal (e intransferible).
Y más allá. No sólo debería ser de obligado cumplimiento intercambiar esos pareceres en cuestiones profesionales, sino también fomentar las relaciones interpersonales… Una tarea que se debería avivar desde arriba hacia abajo. Porque las amistades las eliges, pero los compañeros te tocan en el carrusel de la vida, y una mentalización en favor del bien común, un “todas a una”, supondría el mejor plan anticrisis de una empresa. Pero no, no parece ser así. Por una parte y por otra, todo sea dicho. Y no tomo como referencia una sensación íntima, sino una visión general. Así que... resignémonos.
Todo un privilegio el del líder manchego. Aunque, dada su veteranía, bien sabía que esa crítica disfrazada en formato de consejo acabaría en una fingida marcha atrás. Antes de pronunciarla, a buen seguro, ya tenía redactada una rectificación a sus palabras. Pero la frase ya está ahí, y su huella no desaparece con un chasquido de dedos.
No obstante, ese forzado y poco creíble ‘arrepentimiento’ no resta un ápice de placer al hecho en sí. ¿O no? ¿Quién no ha pensado, en más de una ocasión, poder dirigirse a su jefe (desde el inmediato al más lejano) y decirle, sin temor a represalias, lo que piensa sobre sus actuaciones? No echarle en cara los errores, no voy por ahí, sino mantener un intercambio de opiniones respecto a asuntos relacionados con la faena. Hablar como dos compañeros más, sin hombros por encima por los que mirar. Porque, mal que le pese a algunos, el respecto no se gana a fuerza de miradas desafiantes o gestos despóticos, sólo (!) es el premio a una labor de hilo fino.
Algunos desearían mantener ese trato, aunque sólo unos pocos afortunados pueden llevarlo a la práctica. Si fuera un hábito en nuestra sociedad, las críticas sí que se vestirían (que no disfrazarían) de sinceros consejos. Unos y otros saldrían ganando. Pero ese estilo no se lleva. Y aunque me resisto a entenderlo y, en consecuencia, a aceptarlo, la realidad me obliga cada día a abrir los ojos.
Esbozo la idea y sostengo que sería un perfecto ejercicio de democracia empresarial. Esa invitación al diálogo no tendría por qué interferir en la complejidad que atañe dictar cualquier resolución (sea o no judicial). Es decir, una cosa es escuchar con franqueza las ideas que proponen otros profesionales del sector (aunque procedan de un escalafón inferior) y otra, y muy distinta, verse en la obligación de hacer propias las propuestas ajenas y llevarlas a cabo por decreto. No. Nadie discute, imagino, que cada jefe cuenta con su cuota de responsabilidad, que va en el sueldo y en la tarjeta de visita. Por ello, aunque no sólo por ello, las decisiones deben tener carácter personal (e intransferible).
Y más allá. No sólo debería ser de obligado cumplimiento intercambiar esos pareceres en cuestiones profesionales, sino también fomentar las relaciones interpersonales… Una tarea que se debería avivar desde arriba hacia abajo. Porque las amistades las eliges, pero los compañeros te tocan en el carrusel de la vida, y una mentalización en favor del bien común, un “todas a una”, supondría el mejor plan anticrisis de una empresa. Pero no, no parece ser así. Por una parte y por otra, todo sea dicho. Y no tomo como referencia una sensación íntima, sino una visión general. Así que... resignémonos.
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