1 de marzo de 2011

Fuera las máscaras

Deslizo el dedo por la pantalla del Iphone esquivando comentarios referidos a Mourinho y sus excusas. El técnico portugués cada vez que habla monopoliza parte de las conversaciones en Twitter, aunque hay vida más allá del fútbol. Entre tuit y tuit, leo a un periodista, veterano en esto de contar historias, lamentarse por los tiempos que corren. “Mala época nos ha tocado vivir para hacer Periodismo”, apunta el veterano redactor. El nombre viene a ser una anécdota, ya que su opinión forma parte del alma de la mayoría de las redacciones. Un error, siempre que se hable del oficio en sí y no de las condiciones laborales que imperan en estos tiempos.

Vivimos épocas de continuos cambios. Estamos inmersos en una revolución tecnológica que todavía no llegamos a comprender en toda su dimensión, por lo que andamos algo perdidos prediciendo cómo será el presente más lejano y el futuro más inmediato. En esta coyuntura, los que manejan los hilos de la profesión dan palos de ciego intentado dar con la tecla correcta que garantice su supervivencia en el sector y mantenga su cuota de poder. Y no parece fácil.

Disparar botes de humo en el espacio. Esta imagen, caricaturizada, podría ilustrar un texto publicado el pasado fin de semana y que demuestra el miedo de ciertos gerifaltes ante lo desconocido. Miedo a dar pasos en falso que puedan tambalear sus actuales estructuras. Pero no saben, o si lo saben (y de ahí, esta actitud), que el futuro es el presente de un mañana que ya está aquí. El artículo parece girar en torno a la defensa a ultranza del periodismo más tradicional ante los ataques indiscriminados que sufre desde Internet en los últimos años. En realidad, no es más que una crítica desesperada, un golpe sobre una mesa carcomida por la pasividad. Se intenta confrontar a las redes sociales y los blogs con el periodismo de máquina de escribir. Y, sin embargo, se omite una apuesta rotunda por la rama digital del oficio. Toda una declaración de intenciones.

La irrupción de la red de redes aún produce escalofríos en determinados despachos. Pensar en el vertiginoso avance de las nuevas tecnologías preocupa, como era de esperar, a los comodones que prefieren vivir de las jugosas y cada vez menos recientes rentas. Adaptarse a los cambios y aceptar esos nuevos retos acabará siendo la única salida, pero no todos aceptan embarcarse en la aventura a las primeras de cambio. Piensan, con presuntuosa ignorancia, que resistir será sinónimo de victoria.

En Internet abunda lo vulgar, pero hay espacio para lo selecto. Cuenta el artículo que “un ciudadano contando desde un blog un acontecimiento de relieve no es un periodista”. Claro que no. Pero un periodista, con su titulación o sin ella, puede servirse de un blog para contar desde su perspectiva un acontecimiento de relieve. No juzguemos al medio, hagámoslo (si es que estamos en condiciones) con el emisor. Ese cuaderno de bitácoras, bien seleccionado, representa otra inmensa fuente de conocimientos. Dicen que es un arma de doble filo en esa democratización de la información, pero simplemente es un cambio de papeles. El poder ya no lo empuña el editor, ahora el lector disfruta de unas sensaciones impensables hace una década. El que quiera, que se quede en lo superficial, y quien lo desee, que profundice hasta donde nunca pudo imaginar su progenitor. No debemos exigir libertades para pueblos lejanos en busca de un mundo mejor y, en cambio, atar en corto a las audiencias para mantenerlas sometidas a nuestro antojo.

Ese informador, continúa el artículo, es “un mediador que narra, ordena y analiza unos hechos para que el público se conmueva, los tamice con sus valores y los interprete para entender un poco mejor el mundo en el que está viviendo”. Una definición tan correcta como amplia, donde no se contempla el escenario para narrar, ordenar y analizar los hechos. Puede desarrollarse en una emisora histórica, un centenario periódico, un bisoño medio de comunicación online o en un simple blog. También, por qué no, a través de un perfil en una red social, donde un periodista, en apenas 140 caracteres, genere un debate en torno al asunto más candente de la actualidad. Porque ahora, el ciudadano, que siempre tuvo voz, quiere ser escuchado. Y no deben ser esos periodistas (que siempre abogaron por repartir votos en regiones sometidas) quienes ejerzan de improvisados dictadores.

El medio no es el argumento, es una excusa. El buen profesional se vale de las herramientas de las que dispone para llegar al mayor número de lectores. Es una práctica común en las radios, los diarios y las televisiones. No es un delito. Todos buscan un público que, ahora, navega sin excesivo rumbo por la Red. Y ahí es donde deben aparecer los medios más tradicionales. Ellos disponen de argumentos para ofrecer calidad, experiencia en el sector y alternativas en la información para convencer al lector de que representan la mejor opción para dar a conocer qué pasa ahí afuera. Vivimos un nuevo tiempo en el que no se puede dar la espalda a Internet como espacio informativo y sí a los malos vicios que cohabitan en él. Lo contrario es vivir en un engaño de tiempo limitado. Y para ello resulta más que necesario un profundo examen interno.

No va a servir tumbarse al sol y culpar a Internet de los males que, por ejemplo, acechan a la prensa. Los ciudadanos siguen ávidos de información. La sociedad, no por cambiar de siglo, perdió su necesidad de conocer lo que sucede. Aunque, los hábitos, sí tienen tendencia a cambiar. Y será a velocidad de crucero para el papel si no busca acomodo en la nueva estructura. Tiene buena mano, pero debe saber jugarla siguiendo el ya añejo ejemplo de la radio ante la irrupción de la televisión. La sociedad cada vez es más exigente. Y estancarse sí será firmar la sentencia.

Los digitales, con el actual planteamiento, tal vez no se erijan como la solución. A pocos profesionales les satisface la concepción actual de la mayoría de periódicos con ediciones online. Se percibe la incredulidad ante el poder de Internet, tan sólo se reservó un dominio en el que se vuelcan noticias ya publicadas, teletipos sin forma y galerías de imágenes de seres (por norma, mujeres) de buen ver. Vaya involución… Eso no es periodismo. Tendrán visitas, sí, pero ése no es futuro en la Red. Si se mantiene esa línea de trabajo, sí habrá motivos para detectar fantasmas en cada esquina.

Obvio parece que no será Internet quien abra los brazos al oficio de contar al mundo lo que ocurre. Debe ser éste, con su veteranía cargada a la espalda, quien acuda a Internet para seguir informando. Con humildad, incluso, se podría llegar a una armónica simbiosis. No se puede vivir con actitud altiva y proclamar que Internet “no será nada sin el aliento del periodismo”. ¿Qué nos creemos? A buen seguro, la concepción inversa estaría mucho más próxima a la realidad vigente.

Y todo por un forzado debate entre periodismo e Internet. Una confrontación entre contenido y continente. ¿Por qué no ir de la mano y hacer también periodismo en y para Internet? ¿Por qué no vemos el potencial de Internet como una herramienta para mejorar el periodismo? Si tenemos la bendita obsesión de tratar de explicar lo que ocurre en el mundo o en un barrio, parece difícil encontrar una plataforma más democrática que Internet, donde se crean monstruos a la misma velocidad que se derrumban. Los fraudulentos sí que tienen límite en la Red, no deben ser una preocupación para los defensores de la calidad profesional. ¿Por qué cualquier avance debe suponer un frente abierto contra el periodismo? En la búsqueda de falsos enemigos se pierde un valioso tiempo. Algo tendrán las redes sociales (y similares) si andan tasadas en miles de millones de euros. Ahí está el mecado.

El mayor enemigo del periodismo no es Internet, sino las mentes obtusas de aquéllos que marcan la actual hoja de ruta de la profesión. No ver en la Red una oportunidad para progresar retrata las mentes menos privilegiadas. El enemigo, decía, del periodismo nunca será Internet. Tenemos otros más próximos, como la precariedad laboral, la sustitución pieza por pieza de redactores experimentados por becarios de quita y pon. La pérdida de calidad sí es un problema. Y como tal, dirán esos pseudogurús, mejor no buscarle solución. Sería esperanzador que se quitasen las máscaras.

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