“No permitas que sean necesarias las tragedias esporádicas las que te hagan apreciar la vida. Disfruta de cada día como si fuera el último sin necesidad de que nadie te lo diga”. Este proyecto vital, resumido en poco más de una treintena de palabras, se me repitió durante la tarde de ayer en multitud de ocasiones. Era domingo. Y en el periódico intentábamos dar forma al ejemplar de la semana, mientras yo no conseguía sacarme la frase de la cabeza. Que si la tragedia, la vida, la obra... Volvía una y otra vez, con la precisión de un metrónomo suizo. Ese proyecto vital hecho eslogan no es mío. Tampoco lo acuñó ninguna firma prestigiosa. Lo pronunció un amigo, un compañero de batallas. No obstante, como ejemplo, tiene un valor similar a la frase que podemos extraer de la página de dedicatorias de una obra cualquiera de Vargas Llosa. O, tal vez, más. ¡Quién sabe!
No creo que nadie, en un entorno próximo, conociese a Marco Simoncelli. Como aficionada al deporte del motor, le hubiera reconocido a lo lejos por su estrafalario peinado. Sobre dos ruedas, nunca pasaba inadvertido. Las maniobras más polémicas siempre le otorgan un papel en la escena. Normalmente, como actor principal. En la parrilla, mostraba su indómito carácter italiano. Una sonrisa, pese a la tensión de los instantes precios, siempre decoraba su rostro juvenil antes de que se pusiera el semáforo en verde. Ayer, a primera hora de la mañana, no habría acertado a decir su ciudad natal. Hoy todos, o una mayoría, ubicamos Cattolica sobre el mapa. Hacia allí ya viaja el cuerpo sin vida de 'SuperSic', inerte desde el mismo momento del fatal accidente durante el segundo giro del Gran Premio de Malasia.
Ser testigos de la muerte en directo no causa indiferencia. Y menos cuando la víctima aún no rebasaba el cuarto de siglo. Es cierto que había vivido muy deprisa, pero todavía le quedaban muchos kilómetros por recorrer. En esas, entre trayecto hecho y por hacer, sacas el carné de identidad y corroboras que tú si pudiste atravesar la frontera de los 25 años… y otras más.
Pasas el día leyendo artículos que caen en tus manos acerca de Simoncelli. De su vida y de su trágica muerte. No tengo remedio. No hay ningún libro de autor que me impresione más que un óbito escrito por un corazón de luto. Pero ese todo se convierte en el más absoluto nada en apenas un instante. El tiempo que ocupas en desbloquear el Iphone y llegar hasta la pestaña de notificaciones. Reparas en un aviso de Whatsapp. Lees el mensaje con la apatía que te deja una jornada cercana a su epílogo. Lo lees y lo relees con el deseo de haber mezclado las letras variando el significado inicial. Pero no. Te cuentan que a un compañero le han diagnosticado una de esas enfermedades malsonantes. Te encuentras mal, vas al médico a que te eche un ojo… Y salta por los aires esa vida que llevabas años organizándote. Esos planes a corto, medio y largo plazo. Esa rutina que intenta esquivar el tedio, no siempre con éxito.
Piensas en él y resulta inevitable aliviar el gesto. Dibujas una media sonrisa de complicidad, mientras un escalofrío te atraviesa a modo de rayo traicionero. Te acuerdas del Atleti, del “pupas”. Y deseas que los efectos de ese diagnóstico se minimicen al máximo. Seguro. Contestas a la recepción del mensaje y poco más. No preguntas. Ya sólo esperas que, en unos días, vuelva a vibrar el Iphone y esa próxima notificación llegue cargada de esperanza. De un destino acorde a la calidad humana de su protagonista. De buenas noticias.
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