Asistir a la cabalgata de los Reyes Magos ya es una tradición. Casi una obligación. Esa tarde no se hacen planes, hay que buscar sitio en Alfonso El Sabio para ver pasar a Melchor, Gaspar y Baltasar. Cada año, casi todo cambia. Este 2012, un político, un cocinero y un periodista encarnaban a los Magos de Oriente en Alicante. Casi todo cambia, decía, menos la ilusión de los niños. Ellos también crecen, pero las nuevas generaciones mantienen su cara embelesada al paso de las carrozas reales. Todos, años atrás, miramos con absoluta admiración a nuestro rey favorito. El mío, Melchor, ese entrañable viejecito de barba blanca. Nunca me cayó bien Gaspar, y Baltasar… se dejaba mirar. Ahora, algunos días crees en todos; otros quieres creer en alguno; y los menos no crees ni en ti.
Aquí, en Alicante, nada tiene que ver con los espectáculos que se exhiben en otras ciudades. De Madrid, ni hablamos. Pero con el paso de los años, la ilusión por ver pasar a los Reyes Magos, saludando desde lo alto de sus carrozas, se ha reconvertido en la ilusión por, algún 5 de enero, participar en la cabalgata de mi ciudad. Cada Noche de Reyes, instantes antes de coger el sueño, me imagino a bordo de una carroza, ataviada con algún ropaje real (dile luciendo porte de paje dile…), lanzando caramelos a los centenares de niños que miran absortos el paso de sus Majestades. Cada 5 de enero, sin falta, imagino la escena. Ahora, en unos minutos, volveré a cerrar los ojos y a dar vida a ese instante mágico. Pero los años pasan… y los Magos siempre se olvidan de chasquear los dedos y, ¡voilà!, hacer realidad ese deseo. Con todo, no cejaré en mi empeño. Los sueños hay que perseguirlos... Y así, seguro que algún día podré mirar a los pequeños y ver reflejada en mí esa inocencia que emanan en la mágica Noche de Reyes. Nunca hay que subestimar a sus Majestades… A las de Oriente, menos. Yo no lo hago.
Tampoco subestimo la capacidad del ser humano, aunque a veces me cuesta horrores no caer en la tentación. En esta escena siniestra, marcada por los recortes en los derechos adquiridos durante años, nadie realiza un mínimo de autocrítica. Las culpas, para los políticos. Sí, como si éstos fueran seres llegados de otro mundo que detentan un poder sobre los humanos. Podemos esgrimir el programa oculto de los nuevos gobernantes o lo cubierta que está la inmundicia que se hace llamar herencia política. Todo eso vale. Y mucho más. Pero también es hora de, aunque sea en la más absoluta intimidad, reconocer los errores que hemos cometido los ciudadanos. Nosotros somos los verdaderos responsables. Puede que no los culpables, pero tampoco podemos ni debemos pasar por alto nuestras obligaciones. Es hora de empezar una sensata reflexión. Como el debate de ideas de los socialistas, pero impidiendo las puñaladas por la espalda y la caspa sobre la mesa.
¿Quiénes otorgan el poder a los políticos? ¿Quiénes se olvidan de controlar la ejecución de ese poder durante cada legislatura? ¿Quiénes presumían de tener Terra Mítica, Ciudad de la Luz, Ciudad de las Artes y de las Ciencias, Copa América, Volvo Ocean Race, Fórmula Uno…? ¿Quiénes aplaudían al vecino cuando acentuaba alguna enfermedad para alargar las vacaciones? ¿Quiénes permitían que las facturas fueran casi un tesoro en ciertos trabajos? ¿Quiénes renovaban el material de oficina doméstico a costa de la administración? ¿Quiénes se subían al autobús en una parada y se bajaban en la siguiente debido a la gratuidad del servicio? ¿Quiénes…? Poner el punto final a la lista sería un trabajo ímprobo y, tal vez, eterno. Los recortes que ahora tanto se llevan parecen un intento de poner puertas al campo de la cultura española. En este país, siempre se ha enjuiciado al emprendedor, poniéndole el pie en el cuello tras el primer traspié, y alabado al chaval que aparcaba los estudios para trabajar en un empleo sin cualificación que le permitía comprarse un fardón Porche Cayenne. No es una constante, aunque sí una actitud fácil y elevada a los altares en tiempos tan cercanos como ya enterrados. La generalización esquiva la perfección, sí, pero permite iluminar grupos para tapar individuos.
Ahora, mientras los políticos, más los que pregonaban los grandes eventos como el maná y mucho menos los que repartían a discreción ese dinero público que decían no era de nadie, deben tomar medidas para frenar una bola con carácter incontrolable, los ciudadanos, además de maldecir a unos y otros, deberíamos recapacitar. Sentarnos y pensar qué actitudes han incubado el actual desmadre. También podemos sacar el dedo acusador, es más cómodo, menos ingrato... Pero la integridad de la culpa no siempre se conjuga en tercera persona. A veces, en más ocasiones de las que pensamos, la raíz del problema nos toca de cerca. No por ello somos culpables de todo, pero sí responsables de mucho. Retirar la carta blanca con validez cuatrienal puede ser un buen comienzo. La bondad ya es pasado. Probemos si con la exigencia, propia y ajena, se mejora el patio. Pensémoslo. No todo se puede dejar en manos de los Magos de Oriente. Sólo los sueños imposibles.
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