17 de enero de 2012

Vidas

Yo no conocí a Manuel Fraga Iribarne. No estuve con el franquista y apenas me crucé con el demócrata. Mi conocimiento directo del político gallego, que ayer falleció en su domicilio de Madrid a los 89 años, se limita a su última etapa en activo, cuando batallaba por gobernar Galicia y en su postrero servicio político, como invitado cuasi honorífico en su escaño del Senado. Para mi generación, el Fraga más auténtico, el que formó parte de la dictadura y el que también apadrinó a la actual Constitución española, sólo es historia. Es decir, conocemos sus aventuras y desventuras por lo que recogen las bibliotecas, las hemerotecas y las palabras de los que nos preceden en la vida. En estos casos, cuando los datos vitales de una persona vienen de boca de terceros, resulta muy higiénico creerse la mitad de los que dicen sus detractores y poco más de cuarto y mitad de lo que glosan sus aliados.

En días como hoy, cuando la actualidad política versa casi en su totalidad en torno a la figura de Fraga, nadie puede negar que todavía faltan muchos años, que pasen varias generaciones, para que la historia de España sea tal, y no narraciones interesadas de hechos puntuales. Hasta entonces, seguiremos despidiendo a personajes del pasado determinantes en el presente con biografías tan divergentes como puntos de vista participen en el debate. Malos, malísimos y servidores de la democracia. Todo en una sola persona.

En algunas décadas, imagino, los jóvenes de la época hablarán de Fraga como una persona clave en la historia española de la segunda mitad del siglo XX. Un político que, en sus casi 90 años de vida, combinó luces con sombras (muy oscuras al tratarse de una dictadura en la que se embarcó sin pudor alguno). Pero también, supongo, relacionarán a Fraga con un gallego, dicen que con tanto carácter como malhumor, que participó activamente en la redacción de esa Carta Magna de 1978 que devolvió a España la luz después de demasiadas lágrimas vertidas. Vivir casi un siglo da para mucho. Sin olvidar, no parece necesario tachar pasajes lúcidos. Y sin olvidar, tampoco parece necesario borrar episodios sombríos. Las vidas no son más que luces y sombras. La tuya, la mía y las de los demás. Vidas, al final y al cabo. Y maquillarlas, al antojo propio, deriva en un insulto a la inteligencia.

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