7 de mayo de 2012

La injusticia, desde dentro

No me resisto a recomendar la lectura del siguiente artículo. Son cinco minutos de atención, y bastantes más de reflexión. Merece la pena, y mucho. El trajín de ayer, con cinco actos de Hogueras a lo largo de la mañana-tarde-noche, no me había permitido cumplir con las obligaciones dominicales. Hoy, algo más tranquila, me he propuesto cerrar la pasada semana… ¡Y de qué manera! «Habla Saleh, al que hemos desterrado», seguro, no causa indiferencia. En ocasiones, ceder la pluma nos engradece, más cuando das voz al que tiene mucho que decir. He aquí un ejemplo:  «El testimonio de un joven estudiante saharaui, al que el Gobierno expulsará después de haber vivido en acogida en Alicante y cursado desde Primaria hasta tercero de Derecho, pone en evidencia las injusticias que en nuestro nombre se están perpetrando».
El domingo 29 de abril, el catedrático y magistrado emérito del Tribunal Constitucional Vicente Gimeno Sendra, jurista de reconocido prestigio y de talante progresista, señalaba en una entrevista en Información de mi compañera Mercedes Gallego que la decisión del Gobierno de dejar sin prestación sanitaria a los inmigrantes sin papeles es, quizá, la única medida de las muchas y muy duras que Mariano Rajoy ha aprobado que puede infringir la Carta Magna. Ayer, Fernando de Rosa, vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial y conseller con Francisco Camps, va un paso más allá en estas páginas y le responde a la misma periodista que esa falta de atención sanitaria puede ser considerada delito. Los médicos de familia y los enfermeros de Alicante, por fortuna, nos han dado esta semana un magnífico ejemplo al anunciar que seguirán prestando asistencia a todo el mundo, diga lo que diga el Gobierno, con o sin papeles, porque ese es el juramento que hicieron. Anuncio tanto más elogiable cuanto que, a escala nacional, sus colegios profesionales han mantenido un silencio vergonzoso.
Yo mismo advertía aquí en un suelto la pasada semana de la injusticia, pero también del peligro, que supone convertir a los inmigrantes en chivos expiatorios y el caldo de cultivo que con ello, y con la descalificación generalizada de la política, la justicia, el funcionariado, los enseñantes, el periodismo, la empresa o los sindicatos, estamos creando para que se alimenten de él los fascismos. Ayer había elecciones en Francia y en Grecia y, ganara quien ganara, ya había un primer triunfador en ambos casos: la misma ultraderecha que crece en el centro y el norte de Europa.
En su libro «Estúpidos hombres blancos», el polémico Michael Moore contaba cómo, por un prejuicio atávico, cuando caminando por cualquier calle de Nueva York encontraba ante él a un grupo de negros ocupando la acera, solía instintivamente cruzar a la otra parte, mientras que si el grupo era de blancos seguía caminando confiado. Pero resulta que un día se paró a pensar y se dio cuenta de que todo lo malo que le había ocurrido en su vida, incluidos varios atracos, había sido obra de blancos, y no de negros o de hispanos, así que es de los blancos de los que debería huir. La cuestión es que es más fácil poner en la diana a los que son minoría apelando a las vísceras y la irracionalidad.
Vivimos en una situación de ruina, pero no son los inmigrantes quienes la han causado. Hay inmigrantes buenos y malos, como hay españoles honestos y españoles explotadores. Pero criminalizar a todo un colectivo siempre ha sido la burda trampa que los auténticos culpables de los males de la sociedad han tendido para desviar la atención sobre sus responsabilidades. Ni los inmigrantes causaron la crisis ni vamos a salir de ella persiguiéndolos. No seremos, pues, más ricos: sólo más mezquinos.
Este artículo, con estas reflexiones, estaba escrito hasta aquí cuando, a mediodía de ayer, el profesor José Carlos Rovira me envió una carta de un joven estudiante de la Universidad de Alicante, Saleh Mohamed Lamin, al que le ofrecimos esperanza para ahora robársela. Y decidí que este espacio de privilegio del que gozo gracias a INFORMACIÓN estaría en este caso mejor ocupado por él que por mí. A Saleh acabamos de desterrarlo. Y yo le cedo a partir de aquí la palabra. El que sigue es su texto:
«"Todos los días hay que luchar para que ese amor a la humanidad viniente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo", dijo alguien que creía en un futuro mejor para todos. Para mí, al igual que para muchos de nosotros, esto se ha convertido hoy en ley de vida, en el pan nuestro de cada día y en la Penélope por la cual emprendimos la Odisea.
Mi odisea empezó en la Troya de los desiertos del sur, donde la ciudad se ha convertido en cenizas dejando en su lugar un manto de tiendas de campaña, que dan cobijo a miles de personas encadenadas a ser las eternas perdedoras en una humanidad que ha mal vendido su dignidad.
Mi odisea empezó a los 7 años, sacándome del desierto para llegarme al primer puerto: Alicante, tierra de mar y mucho sol, a disfrutar del proyecto de "vacaciones en paz", dentro de todas aquellas personas que albergan en su corazón valores de humanidad. Fui recibido por dos maravillosas personas que me acogieron desinteresadamente como hijo, comportándose como buenos padres.
En el seno de mi nueva familia encontré mucho amor y apoyo para enfrentarme a una nueva cultura, una nueva lengua y una nueva realidad. Como un niño más ingresé en el colegio y en el instituto, posteriormente en el bachillerato y por último en la Universidad. Todo ello gracias a una familia trabajadora que creía en la igualdad de todos, en la dignidad y la libertad de la persona como pilares fundamentales de la convivencia, viviera en cualquier tierra o nación. En fin, con mucho esfuerzo, empeño y apoyo logré entrar en la Universidad, integrarme en una nueva cultura y sentirme uno más. Pero en la Odisea estaba Polifemo, empeñado en que el viaje estuviera plagado de tormentas y dificultades.
Descubrí a lo largo de diez años, que a este monstruo no le importaba nada que fuera un refugiado, que hubiera obtenido la secundaria y el bachillerato; que llegara a la Universidad. No le importaba nada ni el haber aprendido tanto el castellano como el valenciano, ni siquiera que estuviera integrado en una familia; a este Leviatán sólo le importaba el color del dinero. Me descubrió que todos no somos personas iguales, sino que se le reserva un estatus especial a los "ciudadanos", otro menos especial a los inmigrantes "legales" y por último a los desterrados hijos de Babel, "inmigrantes ilegales" de "cualquier parte" y de "cualquier habla". La Ley de Extranjería y el Estado he comprobado que actúan como máximos operadores y ejecutores de estos párrafos de exclusión y marginación.
Después de diez años de lucha, de ser proscrito y de sufrimientos en una encarnizada batalla para acceder al estatus de inmigrante legal, con mi padre a cuestas de oficina en despacho y vuelta a las oficinas de Extranjería, el Estado me certifica en un frío y calculado papel, vacío de toda humanidad, que de nada vale mi integración, ni mi anterior Tarjeta de Residencia; que los padres que me acogieron desinteresadamente y me dieron todo su amor y apoyo en España no eran mis padres, según la carta que me mandan denegándome el derecho a la tarjeta que ya tenía, y por lo tanto no me podían avalar económicamente; que siendo estudiante y dependiendo exclusivamente de ellos, los cuales en cada crisis de la macroeconomía han sufrido como tantos la cola del INEM, debía acreditar medios económicos propios. En ese instante quise preguntarle al Estado si mi padre biológico, pastor de ganado, herido de guerra y exiliado en un campamento de refugiados con un sueldo mensual de 90 euros podía avalarme. O mi madre, enferma de artrosis, refugiada, con mis tres hermanas al cargo y sin ningún ingreso propio podía avalarme para poder seguir con mis estudios universitarios. Pero por supuesto no podía preguntar: el Estado se cobija en miles de fríos papeles y formalidades para no tener que deliberar la condena a la que me va a someter. Mi condena es y debe ser según este Leviatán, el destierro; el exilio en el desierto. Yo que pensaba que podría seguir con mi tercero de Derecho en la facultad y seguir disfrutando la familia española que me arropó, me quiso y me ayudó a llegar hasta aquí.
Para mí y para cualquier persona, porque mis padres de aquí me enseñaron a pensar que nadie debe ser ilegal en ninguna parte, la Ley de Extranjería es un trascendental decreto que cayó como un rayo del cielo para echar por tierra las pocas esperanzas que tiene uno, chamuscado en las llamas de esta decadente justicia. Vino en un bello amanecer para traer una larga noche de cautiverio. La vida del inmigrante, del necesitado y del desamparado aún es tristemente maltratada por los grilletes de la segregación y las cadenas de la discriminación. Esas personas vivimos en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de políticas engañosas; falacias y desolación, quebrantados en las esquinas de la sociedad moderna, reflejo de destierro en tu propia tierra, la tierra que te han usurpado antes de que tú nacieras, la que te quitan cuando eres ya un joven preparado para dar todo lo que llevas dentro, aquello que con esfuerzo de todos, también del Estado, has aprendido. Este mensaje en botella, lanzado al mar sin destinatario especifico, viene a dramatizar una realidad vergonzosa. Es un mensaje para todos aquellos que preguntan a los arquitectos de nuestra democracia, los padres de nuestra Constitución, que escribieron las magníficas palabras de la Carta Magna,"Libertad, igualdad, justicia y pluralismo", ¿dónde y en qué momento fueron sepultados esos valores, esa promesa a todo hombre y mujer, los cuales tendrían garantizados los derechos inalienables por el simple hecho de ser humanos: libertad y búsqueda de la felicidad? Es obvio que el Estado ha incumplido estas sagradas promesas, y en su lugar ha dado a la gente un ilusorio vale que ha regresado con el sello de "fondos insuficientes".
Pero debemos rechazar creer que el Leviatán ha hecho quebrar a la Justicia y a los valores humanos. Para todos nosotros que nos hemos indignado en el ayer, y que debemos cabrearnos en el hoy, es el momento de hacer realidad las promesas de la Democracia. Ahora es el momento del apoyo mutuo para que florezca la primavera de la democracia y la solidaridad en estado puro, y que las garras de la desigualdad social hibernen para siempre».
Hasta aquí, la carta de Saleh. El testimonio es tan desgarrador que no necesitaría corolario. Pero no me resisto a acabar dirigiéndome a unos cuantos. Para aquellos que creen que cuadrar las cuentas es algo lineal, que piensen en la inversión que ya se había hecho en la formación de Saleh y que ahora se tira por la borda, a dos años de licenciarse. Para quienes prima la ideología y la política por sobre todas las cosas, que reflexionen sobre cuál es la ganancia de sembrar la frustración, cuando no el odio, a un lado y a otro del Mare Nostrum. Y mientras, todos los demás, deberíamos meditar sobre lo que estamos permitiendo que algunos, en nuestro nombre, hagan.

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