Se acerca el invierno. Y no me refiero al lema de la Casa Stark en Juego de Tronos, ni a los apenas veinte días que restan para cambiar de estación, sino a una sensación acrecentada en este arranque de diciembre. Las temperaturas, es cierto, han caído algunos grados, pero ese invierno sensitivo del que hablo está íntimamente relacionado con ese frío que se te mete en los huesos y del que no consigues zafarte hasta que caes en la cama ya de madrugada. Con esa sensación de que los días son más oscuros, más nublados, menos nuestros. De que la gente sonríe menos a tu alrededor, las prisas devoran al diálogo y las obligaciones se adueñan de las agendas. De que el tiempo tiene claro su destino, mientras tú te limitas a seguirlo a cierta distancia, esperando encontrar alguna pista que te ubique en el camino correcto. Sin mucho éxito, pero con esperanzas.
Hoy ha sido un día muy de invierno. De no querer salir de casa, aunque la obligación hace sonar cada tarde la alarma pocos minutos después de las tres. De tomar asiento en clase y ser testigo de lo más parecido a una rebelión de las masas (ríase Ortega y Gasset). Y con razón. Dicen los profesores, cuando te invitan a tomar una copa fuera de un recinto educativo, que ellos son capaces de clasificar a un alumno con sólo verlo aparecer al fondo del pasillo. Pero esa capacidad no sólo les pertenece a los docentes. ¡No se vayan a creer...! Los años de universidad, desde el lado del estudiante, también te permiten saber de qué rama cuelga cada profesor. Se les ve venir. El trabajador, el honesto, el sabio, el cercano... Frente al caradura, al ser superior, al mediocre, al vividor, el soberbio... Y unos y otros perciben la misma nómina a final de mes, aunque la conciencia no les debe pesar por igual.
Cumplidas siete semanas de máster ya es momento de emitir una primera, y todavía aproximada, valoración. Al menos, de sus primeros pasos. Y pocas cruces contabilizo a estas alturas de la jugada en la columna de la derecha, en la del haber. En realidad, el enfado generalizado tiene nombre y apellidos, pero esa sensación de desencanto, como las manzanas podridas en el mimbre, acaba por afectar al resto de materias por lozanas que sean. Hoy, decía, se ha vivido un conato de motín. No ha pasado a mayores porque tampoco nos interesa. No pagamos religiosamente nuestros dos mil y pico de euros para librar batallas dialécticas, sino para aprender a gestionar la comunicación y conseguir un título que nos permita seguir abriendo puertas. Pero resulta muy frustrante hablar con un muro de carne y hueso, que además presume de capacidad de diálogo.
Si hoy, 1 de diciembre, joven licenciado en la rama de la Comunicación (Periodismo, Publicidad, Audiovisual...) me pides opinión sobre qué postgrado cursar, te diré lo siguiente: "Bucea, infórmate, pregunta, compara... Haz todo eso, pero no elijas uno que dice tratar de Comunicación, Cultura y Creatividad en Alicante. No pierdas tu tiempo". Eso hoy. Ojalá en un plazo razonable cambie de opinión. El esfuerzo profesional (en mi caso... pero no sólo en el mío) que lleva implícito acudir cada tarde al campus, espero, debe tener una recompensa ligada a la calidad. Todos lo deseamos. Y ahora, defienden los expertos, el usuario (ya conocido como prosumidor) moldea el producto a su gusto. Lo estamos intentando, pero la industria todavía se resiste. Aunque tenemos las de ganar.
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