20 de febrero de 2012

Hola, ¿es el enemigo?

Desconecto cuatro días dejando al país en crisis económica, financiera, laboral… y retomo la marcha con lo más cercano a un estado de excepción en Valencia. La percepción podría ser consecuencia de un inoportuno virus gastrointestinal que ha dejado mermada a la delegación alicantina que partió, con bufandas al cuello o con su esencia en forma de acreditación, desde Doctor Rico. Pero no. Es una realidad. Sorprende ver en qué ha degenerado una protesta, una más, por los recortes que están afectando, entre otros sectores, a la Educación. De pedir calefacción para un instituto a sortear a enfurecidos policías por las calles del Cap i Casal. Algo surrealista. El cuerpo no me da para extensos análisis, pero sí quiero permitirme la licencia de dejar varios apuntes a modo, cuanto menos, de guía para días sucesivos.

A sabiendas de una posible interpretación errónea, no me resisto a tildar como absurdo el intento de calificar de “primavera valenciana”, firmada por los manifestantes y ya escuchada en medios de comunicación, las desproporcionadas y denunciables cargas policiales contra jóvenes estudiantes del instituto Lluís Vives. Me parece absurdo y una tremenda falta de tacto realizar un símil entre la situación que pone de nuevo los focos sobre Valencia y la vivida (y sus consecuencias presentes) en países árabes durante el último año. Nos falta viajar, que diría Unamuno. Dicho lo cual, si inadmisible resulta la actuación de las llamadas fuerzas de seguridad, con mayor grado de insensatez cargan las palabras del Jefe Superior de la Policía Nacional en Valencia. Con ese tipo al mando, todo acaba por encontrar una explicación. No cabe calificar de “enemigos” a jóvenes estudiantes que en su amplia mayoría se han visto en su vida frente a frente con antidisturbios. No cabe en una mente cabal. Si el maestro Gila levantara la cabeza... “No puedo revelar al enemigo cuales son mis fuerzas”, ha respondido sin vacilar el tal Antonio Moreno al ser preguntado por el número de agentes que han participado esta misma tarde en el dispositivo en Valencia, que ha contado con carreras por calles de la ciudad, detenidos que ni siquiera estaban participando en la concentración e imágenes impropias de un país cercano a la civilización. Con esa persona al frente del dispositivo, todo adquiere otra dimensión. Y, por si faltaba algún elemento desestabilizador, Paula Sánchez de León, la delegada del Gobierno en la Comunidad, en la falsa retaguardia. Al final, todo acaba por cuadrar. Lo dicho. Muchas explicaciones restan por dar, que nunca se escucharán, que deberían ir acompañadas por alguna renuncia, que tampoco se espera. “Si no ha dimitido éste –se escuchará en algún despacho, mientras mira de reojo a su derecha–, voy a hacerlo yo. ¡JA! ¡JA!”.  

La principal manifestación de Cataluña, a su paso por la Bolsa de Barcelona.

Y de Valencia, con un largo rodeo, camino al sur de la Comunidad. Aproveché un descuido del citado virus para escapar durante la mañana de ayer domingo a la manifestación contra la reforma laboral. Por estar, que diría Silvia Abascal, y por ver cómo discurre una cita multitudinaria por el centro de Barcelona. Poco reseñable a lo visto, a buen seguro, en el resto de capitales de provincia que también celebraron movilizaciones contra las medidas del Gobierno de Rajoy. De la marcha, me quedo con tres instantáneas. La más colorida: la notable presencia de disfraces en la marea de sindicalistas y trabajadores, la mayoría con semblante perjudicado…  y no sólo por los recortes en los derechos laborales. La más precavida: aquellos comerciantes del Passeig de Gràcia, el escaparate del lujo barcelonés, que optaron por tapiar las entradas a sus establecimientos. Empresario previsor hace negocio. Y la del gremio: por eso de que la veteranía vale su precio, resultaba curiosa la imagen de varios fotógrafos aupados a escaleras de varios pisos en el punto final del recorrido de la manifestación. Esa altura les permitiría capturar a las millones de personas que se dieron cita, según cálculos de los organizadores, y también a los cuatro perros pulgosos y vagos que debieron estimar fuentes del Departamento de Interior, a través de los bien aleccionados guardas del orden.

El hotel Mandarin Oriental  y la joyería Tiffany&Co, parapetadas...

Dos fotógrafos sobre sendas escaleras, en Passeig de Gràcia.

Situación similar también se vivió en Alicante. Después de acordar sin premeditación la cifra en la primera movilización, allá por el ocaso de enero, tocaba volver a la habitual y bochornosa guerra de cifras. De los 40.000 manifestantes contados por los sindicatos... a los apenas 22.000 de la Policía Nacional. Vamos, doble o mitad. Sea una cifra u otra (por el gris suele moverse la realidad), cabría analizar por qué de los 50.000 que acudieron a las dos primeras concentraciones ­–del 21 de enero, contra los recortes en Educación y del 26, por los ajustes en los servicios públicos– se ha bajado, al menos, en 10.000 personas en una protesta, la de ayer, convocada por una cuestión no menos general como los derechos laborales. Dicha merma en el apoyo ciudadano se puede reducir a categoría de anécdota. O no. Opto por el primer camino: cada respuesta tiene una explicación. Sólo falta buscarla.

Y en la Copa del Rey, bien, gracias. Al margen del virus que me dejó en cama el sábado, jornada de las semifinales en el Sant Jordi. Al margen del paso testimonial de un Lucentum errático y miedoso en su segunda, y nunca se sabe si última, presencia de su historia en la cita copera. Y al margen de la inapelable victoria del Real Madrid, tropecientos años después, ante un pabellón que vestía sus mejores galas azulgranas. Al margen de todo eso, bien. Gracias. Ya me lo dijo un jefe: "No te vayas a Barcelona". ¡Cuánta razón, mare...!


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